domingo, 6 de mayo de 2012

Ella se llamaba Soledad

Era una tarde de lluvia, como casi todas las de Bogotá. Él no quiso acostarse a dormir, no quiso que la lluvia lo arrullara. Quiso ver las gotas de lluvia caer sobre la ventana. Se perdía en ellas como un estúpido, intentaba mirarse a través de ellas tratando de reconocerse. No paró de llover por horas y el día se volvió noche. Ya no se veía a través de las gotas. Decidió ponerse un pantalón cualquiera y un saco, cogió su caja de cigarrillos con su encendedor y salió a caminar.

Era una lluvia de esas finas que sientes que te van perforando la cara y las manos cuando te golpean. Prendió su primer cigarrillo, sintió ese sabor desagradable a nicotina que pasó derecho por su garganta raspándola ásperamente. Pensaba en todo. Pero sobre todo en su maldita soledad; desgraciada, no lo dejaba ni un minuto solo, ella lo amaba, pero él nunca aprendió a quererla pero de todas formas la aceptó. No tenía de otra. Prendió otro cigarrillo al termino del otro.

Así pasó tanto tiempo, estaba empapado, hasta sus gafas le impedían ver. Se encontró solo, como siempre, en una calle que comúnmente es transitable día y noche. -La lluvia espanta a la gente, todos se han escondido-, habló en voz alta. Pensó que era hora de divertirse, nadie lo estaba observando. Esa es la pena de todos, que nos observen hacer cosas divertidas, pensarán que somos inmaduros al vernos actuar como niños, -¿no le da pena?-, dirían las mamás. Así que empezó a brincar en cada charco que encontró, gritaba de la emoción y reía tan duro que un eco bien lejos le respondía riéndose con él. Se revolcó en el pasto como un loco, uno de esos que encierran en los manicomios y que tiene las manos amarradas y se revuelca para poder soltarse; él simplemente se revolcaba para saber qué se sentía estar loco. Se levantó, estaba completamente asqueroso.

Empezó a caminar de nuevo, miró su cajetilla de cigarrillos y sacó uno. Lo prendió. -Igual de asqueroso al anterior-, pensó. No pasaba ningún carro por la carretera, entonces corrió a la mitad de la calle y se bajó los pantalones, se sacó su miembro y empezó a orinar en círculos cantando una canción cualquiera. Siempre quiso hacer eso. Se los subió y siguió caminado en sentido contrario a la vía de la carretera. Los pocos carros que pasaban le seguían pitando. A él no le importaba, seguía vivo.

Seguía lloviendo en Bogotá y era casi la media noche de un martes. Apestaba y estaba empapado. Era una mezcla entre indigente y leche de magnesia con talcos Neofungina. Un asco de ser humano. Pero se sentía radiante. No paraba de sonreír. La verdad sí parecía un total imbécil, la gente creía que estaba completamente drogado, pero no, sólo tenía a su "maldita soledad". La odiaba.

Llegó a un bar pero no lo dejaron entrar, pensaban que era un indigente más y que el dinero que mostró se lo había robado. -Agradezca que no llamamos a la policía, ¡pero lárguese que nos espanta la clientela!-, le gritó un negro alto y robusto, tenía en su mejilla derecha un cortada que le bajaba hasta la garganta. -¿En dónde putas estoy?-, se preguntó desorientado. Divagó tanto por las calles y estaba tan drogado de felicidad que ni cuenta se dio que se había metido a una de esas tantas "ollas peligrosísimas" de Bogotá. De todas maneras nunca le harían nada, daba asco.

Regresó a su casa como pudo. Entró a su casa, se bañó con agua muy caliente. Salió de la ducha y el espejo se empañó. Se paró al frente y escribió: "Soledad, hoy aprendí a quererte, hoy aprendí a quererme". Se acostó a dormir, desnudo como siempre. Estaba agotado.

Al día siguiente el sol cegaba, el día brillaba. Se asomó a la ventana. Todos caminaban agitados por la Carerra Séptima. Los buseteros pitaban fastidiosamente. Los taxistas le gritaba a los buseteros. Uno que otro ladrón rapando bolsos a ancianas. Uno que otro morboso mirándole los culos y las tetas a las mujeres que pasaban. Él abrió la ventana y gritó: "¡Maldita rutina, déjalos vivir!". Cerró las cortinas y se echó a dormir hasta encontrarse con la noche, un vez más.